martes, 27 de mayo de 2014

Las inquietudes de Horacio Boluder



Citando a San Francisco de Sales, su vieja enemiga o amiga, a estas alturas no lo sabía bien, le tecleó a más de 400 kilómetros de allí ;  
"Se aprende a hablar, hablando. A estudiar, estudiando.  A trabajar, trabajando. De igual forma se aprende a amar, amando".

Aunque ella no veía su cara, él empezaba ya a teclear mecánicamente, para finalizar oscilando su cabeza buscando una concentración esquiva y corroborando su estupefacción, enviando un emoticono, con gesto avergonzado.

Su amiga que le conocía de años atrás y de interminables noches de chateo compulsivo, sabía que Horacio Boluder no se tomaría a la ligera aquella cita tan simple como desestabilizadora. Horacio era susceptible.

Cuando no tienes réplica instantánea posible, lo mejor es callar, tragar saliva, sonreír... Eso hizo, de hecho el sabía que como mejor se aprende algo es callando, si no tienes el don de la retórica instantánea y aunque no era este el caso de Horacio Boluder, a veces se mordía la lengua, contenía la respiración, se obligaba a sopesar su inclinación natural a responder como una ametralladora a ráfagas, sin vacilación, a quemarropa, hecho que le había propiciado disgustos innecesarios y prescindibles.

A fuerza de errar, de equivocarse, de probar, de volver a errar, de volver a probar, de variar por poco, de variar por mucho, había terminado aprendiendo que se consigue más con el silencio que con la mejor de las retóricas, que el fondo del estanque termina viéndose en todo su esplendor cristalino, cuando las ondas sinuosas del agua cambiante, se han calmado y disipado.

Saber esto no era óbice para infringir el axioma que tanto le había costado aprender. 
El silencio, llave de un conocimiento que se le escapaba, por la vehemencia de patearlo de forma impulsiva en el deseo de justificar, de compartir con su propia conciencia de las cosas, en un venerable propósito, anulado siempre por una predisposición incurable y casi enfermiza, cuyo desenlace era a menudo, una polémica infructuosa, un laberinto sin salida, un coitus interruptus, un guiño sensual, una invitación a hablar sin tapujos sobre cualquier tema por extraño que fuese, un vis a vis electrónico y lejano que terminaba convirtiéndose en algo casi íntimo y cálido, un sucedáneo del amor carnal, una reinvención necesaria adaptada a su momento.

Debía poner en práctica algunos gerundios reiteradamente postergados, algunos gerundios sobre los que no tenía ya el control o lo perdió años atrás. 
Callando, callando... Se repetía el gerundio pero no era capaz de callar, mucho menos era capaz de abandonar el hábito de la escritura que le perseguía como una especie de llamada interior, una catarsis, una liberación, un desahogo, un intento de ordenar su mente, de establecer una disciplina al desorden del vaivén continuo de su adictivo cerebro. Una práctica que le hacía sentir cómodo enlazando palabras en armonía, construyendo frases y pensamientos, historias reales e inventadas, ficciones y ensoñaciones. Cada historia pergeñada por Boluder destilaba esencias oníricas e imágenes interpoladas de la realidad y la ficción.. Distinguía aún cada ensoñación de cada realidad, pero era cuestión de tiempo que ambas confluyeran un buen día para atraparle en la creación desmedida que deseaba, desde la primera vez que se sentó frente a un papel en blanco. Las musas ya no eran sus enemigas, empezaron a apreciarlo quizás atraídas por su ingenuidad.

Exprimiendo en la razón de ser, de tan inútil como huero ejercicio, pensó que aún seguía ensimismado en soñar, actividad lúdica y vital que aprendió soñando cada día, que soñar era lo que mejor hacía y de lejos lo que más satisfacciones le reportaba, ingeniando las formas y las construcciones como puzzles en que los sueños, acababan convertidos en palabras. Su mundo onírico tenía una continuación en el reflejo escrito.

Entonces pensó que Laura tal vez sólo quiso decirle eso, que no era más que un soñador, un soñador contumaz que aún no había aprendido a amar, que aún no había aprendido a hacer cosas que requerían el esfuerzo de la voluntad, de la predisposición, de la razón vital que mueve a otras personas a convertirse en un profesional de algo o en un amante, amante de veras. Tal vez Horacio Boluder era sólo un tipo que estaba estudiando, viviendo, arrastrando su existencia, sin saberlo, para amar, su bagaje final era el amor y él lo ignoraba. Así pues... ¿Por qué razón Laura, le había dicho que para aprender a amar, debía experimentar amor?  Un raro vértigo, un pensamiento doloroso le golpeó su cerebro, en la idea que Laura, le había señalado simple, lisa y llanamente, que él no estaba preparado para amar porque no había amado, que él no podía amar entonces porque había amado muy poco o no lo suficiente, y encogió sus hombros y repasó su pasado. Ahhh... sí, recordaba la pasión que había sentido con cada una de las chicas, muchachas y mujeres que había amado en cada período de su vida, recordaba el primer beso de una chica adolescente siendo él mismo adolescente, hizo una introspección más remota para rememorar su amor en la niñez, recordó los juegos inocentes del amor en verano, la primera decepción, recordó su primavera del amor, cada nudo en el estómago que había sentido, cada uno de sus escarceos y flirteos cuando ya era un consumado y experto amante, la piel erizada de deseo, sus piernas temblando ante la emoción del encuentro clandestino cuando era un inexperto amante, recordaba la sonrisa y los rostros de cada una de sus amores, sus pupilas dilatadas, el tacto de cada una de las pieles, el olor de sus cabellos, de su piel y de sus adentros, los ojos sumisos, los ojos destellando ternura, las miradas gélidas del olvido, el dolor de la pérdida, las lágrimas por quienes se alejaron, los reencuentros, los enfados, las reconciliaciones, la ruptura, vuelta a empezar, dolor, reinicio, reprogramación, tirada de toalla, evasión, amores casuales y causales... Recordó que bello era volverse a enamorar y lo especial que uno se sentía cada vez que sucumbía al sentimiento del que estaba enamorado; el amor.

Ahora Horacio Boluder se preguntaba si aquello había sido amor o sólo una búsqueda de algo que aún no había llegado, algo importante que estaba por llegar. 

Qué difícil le resultaba callar, estar callado, dejar de trasladar aquellas impresiones por escrito a Laura con quien nunca había hablado de ello, respirar hondo y conceder la importancia justa a aquella cita lapidaria del santo de un pasado muy remoto y no por ello menos cierto, con que su amiga le había regalado.

Imaginó en otro orden de cosas, ajeno a la piedra catapultada que le había lanzado Laura o quizás en clara relación con ella, cuán difícil era responder con una sonrisa a cada provocación, qué difícil era ser digno tratando con gusanos o víboras, que complicado ceder ante la soberbia deforme de los espejos, ante la sobradez y la altivez de quienes se creen superiores sin serlo, ante la suerte y la fortuna desiguales, ante los designios extraños del destino, ante el despertar de cada día en el mismo lugar sin variaciones durante meses y años, qué enormidad de roca tarpeya escalada a diario, qué misión tan ingrata sucumbir ante la insolidaridad de los acomodados y aceptar sus juicios fáciles, sus tópicos sobre la existencia, sobre el amor que desconocen y dicen experimentar, qué pereza enorme reinventarse cada día, tirar flotadores al naufragio que uno mismo y el inexorable tiempo hacen de ti lo que eres, sin quererlo, ni comerlo ni beberlo y ahora caer en la cuenta, que aún no has conocido el amor, que tal vez nunca amaste, que sólo estabas enamorado de la idea del amor, que únicamente quisiste con todos tus sentidos, pero no llegaste al cenit, a eso que llaman amor.

Oh Horacio Boluder y qué jodidamente duro asumir que un reloj marca impasible y por su cuenta, ajeno a demoras y retrasos, un tiempo que ya no es tuyo, que corre en tu contra y en tu cuenta atrás y te lleva al inicio de otra decena de años, esa decena en la que pierdes para siempre ya sin asomo de recuperación, tu preciada, amada y loada; juventud. 

Horacio, qué jodienda asumir que tus años se cuentan por decenas y tus sueños son intemporales, por eso te empeñas en seguir escarbando en ellos, ya sea dormido o despierto.

Dos días más tarde de la conversación con Laura, Horacio Boluder llenó de combustible su abollado coche y se presentó en la ciudad donde Laura vivía, sin avisarla, sin haberle escrito previamente... Pero eso es otra historia.