lunes, 15 de diciembre de 2014

Oh sole mío...

En los días fríos del otoño que roza ya  con el invierno, cuando comienzan a germinar en la tierra los hongos, sales como de puntillas, pidiendo paso entre nubarrones negros y días umbríos. Y uno no puede evitar sonreír...

Puede que no seas el centro de esta galaxia, una entre miles de millones, como tampoco lo es la tierra, puede que seas una pequeña esfera, una canica, en comparación con cualquier gigante roja, puede que las nubes te oculten y que la lluvia te apague, pero para nosotros siempre llegas y nos echas a las calles y los campos, a la carretera, al camino, a los senderos, a la vida. 

Sales en todo tu esplendor y es una fiesta, de repente se llenan las calles, las plazas, los parques, las tiendas, los bares de pueblos y ciudades, y la gente se relaja con tu calor y se abandona a tus rayos benefactores.

Y vienen de otras latitudes para verte, para sentirte, para sonreírte, para entregarse al cálido abrazo de tu poder de vida, para alimentarse de tu fluido.

Y piensan que sales cada día, o que te ocultas, pero eres omnipresente y omnipotente, llegas a cada resquicio, puedes con todo, por eso desde la noche de los tiempos te adoraban como un dios, te ofrecían sacrificios, te veneraban dándote nombres distintos en cada rincón de la tierra, en cada civilización, te levantaban templos y te dibujaban con rostro y hacían de tus poderosos rayos, extremidades infinitas.

Reverberas sobre la tierra, sobre cada grano minúsculo de arena, sobre el polvo y la lluvia, sobre nuestras cabezas, majestuoso y preciso, ajeno a desastres naturales, a odios y guerras, a miserias humanas, a fastos y pomposidades, a títulos y méritos, a causas y oportunidades, tu eres el sempiterno rey de nuestro universo.