El cerebro de Horacio está lleno
de basura, precisa una purga, un volcado, un barrido, necesita mandar a la
papelera viejos prejuicios, enquistados errores, hábitos inútiles de
negatividad, tics adquiridos a raíz de vivencias monótonas y reiterativas que le ponen muy difícil vislumbrar una salida,
aún más, abrigar la ilusa esperanza, de transitar por otros lugares.
A veces Horacio es grande y se
siente grande, se siente un poderoso cóndor que vuela alto, pero otras se siente tan pequeño y hundido
como coquina en la arena de la playa.
Su mente es una estancia que
alberga conocimientos inútiles memorizados lustros atrás, desechos de una ávida curiosidad, obstinaciones,
saldos, baratijas y algunos logros genuinos, con la impronta del carácter, como
los aquejados con el síndrome de Diógenes, acaparando basura y objetos
inservibles, recuerdos prescindibles, traumas no resueltos y sepultados,
obsesiones estúpidas.
Le falta frescura, objetividad, templanza, le sobran
pasión e idealismo, a veces hastiado, terriblemente cansado, se encierra y se
aísla de todo, otras resignado y extrañamente ilusionado, es capaz de espolear
los sueños de quienes raramente se acuerdan de ellos.
Siente una enorme angustia en la
gestión de sus conocimientos y emociones.
Su cerebro parece acumular todo
lo malo, pero también todo lo bueno y se pasa el día haciendo equilibrios.
Trastea su viejo teléfono móvil de minúsculas teclas y no para de moverse sudoroso de un lado a otro mientras gesticula incansablemente con sus manos. Aumenta su angustia a la par
que su creatividad merma, las noches de insomnio, los días fulgurantes pasando, la vejez llegando, los problemas acechando, las livianas euforias, las asumidas derrotas.
Perdido como Robinson en una isla desierta, ya no quiere echarse a la mar, se
ha acomodado entre las palmeras y la dulce música del viento de una remota esperanza, silbando entre las hojas.