Soñó que se iba a acabar el mundo
en tres días, ojeó la prensa y todo parecía corroborar tan apocalíptico
vaticinio; huracanes, terremotos, escalada nuclear.
Ya había leído antes cosas
semejantes en el 99 y el 2012, pero ahora tenía como un pálpito, algo en su
interior le anunciaba que eran sus últimos días.
Se preguntó entonces qué podría
hacer antes del final. Esa misma mañana alquiló el coche de sus sueños, un
deportivo azul, una bestia indomable, una flecha fulgurante.
Su mente cavilaba cuanto le quedaba
por hacer mientras su pie derecho pisaba el acelerador y un rugido salvaje de
caballos desbocados, emanaba desde las entrañas del motor.
Tenía que reunirse con su familia,
abrazarlos a todos, decirles cuanto los quería. Debía encontrarse con su amada
y llevarla al más exótico de los restaurantes de la ciudad, pasar una última
velada con ella, amarla dulcemente en el más exclusivo de los hoteles…
Debía despedirse de sus amigos y
estrechar firmemente sus manos, tomar una última cerveza con ellos, debía perdonar
a sus enemigos y dedicarles una última sonrisa.
Debía perdonarse a sí mismo y
aceptarse frente al espejo, olvidar cuanto no supo ni quiso hacer y valorar
todo cuanto hizo.
Pero antes que el mundo se fuera
a la nada, se despeño él con el deportivo alquilado y todos y cada uno de sus propósitos se vieron incumplidos, sólo fueron imaginados en un instante fugaz.
Sacaron su cuerpo como pudieron de aquel
amasijo de hierros y en su rostro aparecía la mueca de una extraña sonrisa, como si de verdad hubiera cumplido
cada uno de sus sueños antes que el mundo se acabase, su propio mundo, porque
el otro, continuó girando sin él.
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